Ir a Ushuaia en moto es para muchos motoristas un sueño. Para mí, no solo era parte de un sueño aún mayor sino también de la primera etapa. Elegí Sudamérica como punto de inicio porque en 2012 cursé mi último año de Derecho en Córdoba (Argentina) y sentí que una parte importante de quién soy hoy día comenzó a gestarse en los viajes que hice de mochilero por el continente aquel año, así que pensé que sería buena idea empezar en Santiago de Chile o Buenos Aires para bajar primero a la ciudad más austral del planeta e ir subiendo después hasta Alaska.
Llevaba dos semanas fuera de Santiago pero notaba que el viaje no terminaba de arrancar. En cuanto llegaba a un sitio, por una razón u otra me quedaba varias noches y esto comenzó a producirme una desagradable sensación de angustia, así que tras visitar los volcanes y lagos de los alrededores de Pucón con un amigo alemán, me levanté un miércoles bien temprano y recorrí 600 kilómetros del tirón hasta Chiloé, una gran isla del sur de Chile, donde la geografía del país comienza a desmembrarse con frecuencia.
Bueno, la verdadera razón por la que madrugué fue porque convencí a un lonco (jefe mapuche) de Lican Ray para entrevistarlo, pero cuando llegué a la reserva de su comunidad me percaté de que me habían dejado más tirado que una colilla. He tenido hasta 5 intentos de entrevistar a mapuches sobre el conflicto con el gobierno, la quema de camiones y la devolución de tierras, pero siempre fracasaba. Me encontraba con una actitud reacia y desconfiada. Además, mi nacionalidad no ayudaba. El rencor y resentimiento que guardan por lo sucedido en el pasado perdura en muchos de ellos y ya me estaba dando por vencido cuando, por suerte, en el Lago Rupanco surgió la oportunidad de grabar a una machi (figura médica, consejera y protectora del pueblo mapuche) que cultivaba verduras.
Recorrí Chiloé primero por la costa y después por el interior. Al salir de la barca sentí en el pecho la fuerza de una magia especial, como si el mero hecho de estar separada del continente le confiriera un halo místico. Tras degustar unas curvas exquisitas, llegué a una playa que tenía cerca una pingüinera y, creyéndome el amo del universo, decidí ahorrarme el costo de la barca y visitarla con el dron. En la playa corría algo de viento pero, obviamente, mar adentro lo hace con mucha más intensidad y entré en pánico cuando, al intentar hacerlo volver, vi por la pantalla de mi móvil que no solo no lo hacía sino que se alejaba cada vez más. Encomendándome al dios Eolo, activé la opción automática de regreso mientras me santiguaba una y otra vez. Por suerte, estos bichos son tan inteligentes que en vez de luchar contra el huracanado viento, fue lateralmente hacia la playa hasta llegar después a mi posición… por los pelos.
Pretendía cruzar en barco desde Quellón hasta Chaitén y continuar hacia abajo por la carretera austral. Sin embargo, las fuertes lluvias provocaron un deslizamiento de tierra en Villa Santa Lucía de tal magnitud que enterró casi todo el pueblo y parte de la Ruta 7, la cual se estima que seguirá cortada hasta abril. Llamé al carabinero que conocí en los saltos del Laja y me dijo que había una barcaza de 8 horas que salvaba el tramo cortado, pero dado que no me aseguraba que llevaran vehículos, decidí volver por donde había venido y cruzar a Argentina por Villa La Angostura.
Tras cuatro ricas horas en el paso fronterizo y acordarme de las comodidades schengenianas de la Unión Europea, llegué al país del tango. Subí y bajé el cerro que separa las dos naciones con extrema precaución, ya que las curvas las cerraba el mismísimo diablo. Pensé en el placer que daría hacerlas sin equipaje, con neumáticos de asfalto y una moto deportiva y, acto seguido, me auto regañé por desear algo cuando lo que tenía ya era suficientemente bueno. En varias ocasiones sufrí los pensamientos de una mente programada: “¡Ay. Qué vídeos haría con la Sony A7s II, y qué fotos con la Canon 1DX… ¡Ay! Qué bien me vendría la estabilidad de la GoPro 6, qué planazos haría con el dron DJI Phantom… ¡Ay! Qué rápido editaría con un MacBook Pro empepinado, qué bien me vendría una novia pasajera que supiera filmar, pero sobretodo… ¡AY! Qué a gusto iría con la nueva BMW F 750 GS…
“¡¡DETENTE, INSENSATO!!” Me grité. “¿Cuánta gente querría estar haciendo lo que tú estás haciendo bajo casi cualquier circunstancia?” ¿Cómo era posible que una parte de mí siguiera anhelando aquello que no tengo cuando lo que tengo ya es una bendición de por sí? Rebufé, me abofeteé imaginariamente y me prometí intentar no desear nada que no tuviera, por difícil que fuera. Me pareció increíble que me sucediera esto. Durante los siguientes kilómetros, puse a trabajar la almendra y llegué a la conclusión de que la fórmula del consumismo está tan bien hecha e incrustada en nuestro subconsciente que apenas tenemos algo ya estamos pensando en el día que adquiramos el modelo superior, la versión mejorada o el super combo kit de las tres mil leches. Pasó un rato más y con el desasosiego algo más sosegado, bajé un par de grados mi auto represión y, evitando caer en la hipocresía, acepté la realidad de que me encantaría tener todo eso y de que no había nada de malo en tenerlo. Simplemente no tenía que obsesionarme y disfrutar el presente con lo que tengo ahora, que más adelante el futuro dispondrá.
Temía que en el paso fronterizo me hicieran pagar impuestos por llevar tantos aparatos electrónicos pero no solo no me registraron sino que me hice amiguete de Gonzalo, un agente de aduana muy simpático y jovial, aficionado a la fotografía y los viajes. A punto estuvo de invitarme a un mate y sentarnos a divagar con los pies descalzos encima de una mesa, pero creo que sus compañeros lo alertaron con la mirada y se contuvo.
Tras una noche especial en Bariloche, me adentré en la mítica Ruta 40 con la sensación de ser el rey del mambo. La Ruta 40. ¡La mismísima Ruta 40! No hace falta ser un entendido de las motos para saber que es una de las más anheladas por riders de todo el mundo. Comencé a cruzarme con muchos motoqueros y a sentirme parte de esa tribu con tantos saludos en forma de ráfagas, bocinas y dedos en uve. Además, me gustaba que surgiera espontáneamente la conversación con ellos en estaciones de servicio y lugares de hospedaje y pudiéramos intercambiar por algunos minutos trocitos de aventura. Creo que el que viaja en moto empatiza y simpatiza casi automáticamente con otro motoviajero, como si por arte de magia se diera una recíproca comprensión de lo que ambos estamos haciendo, por qué lo hacemos, la emoción que vivimos y lo que supone.
Este mutuo entendimiento comencé a experimentarlo en profundidad conforme fui bajando por la Patagonia. Es impresionante cómo los Andes separan un Chile verde y frondoso de una Argentina seca y amarilla rodeada de absolutamente… NADA. Y es que salvo pasto triste y constante, no hay nada. Bueno, nada no, lo que sí hay es MUCHO VIENTO. Viento fuerte, viento racheado, viento loco, vientos de todos los colores y para todos los gustos, como si este fuera el lugar del planeta donde la Madre Tierra se quejara de los malos tratos a los que la sometemos. ¿Cómo no empatizar en estas circunstancias con otro motero? Ellos son los únicos que pueden saber por lo que estás pasando: yendo en rectas con la moto permanentemente en posición de curva, agradeciendo al cielo que en los momentos en los que una racha te sacaba del carril no viniera un vehículo por el otro, agarrando el manillar cuando te pasaban los camiones por el lado como si en ello te fuera -literalmente- la vida, soportando la lluvia, el frío, el hambre, la fatiga y las largas horas de soledad preguntándote si realmente merece la pena ir a un lugar tan alejado de la mano de Dios. Porque estás solo, solo de verdad. Por eso, cada vez que me cruzaba con otro motero solitario, agitaba el puño hacia el cielo gritando “¡Olé tus cojones, compadre!”
Y con estos pensamientos revoloteando en la cabeza me di cuenta de que estaba en medio de Tierra del Fuego pasando una auténtica prueba de fuego. Y es que ir a Ushuaia en moto y en solitario te pone a prueba en muchos sentidos, especialmente si no tienes experiencia previa, como es mi caso. Hacer jornadas de 8 horas con un viento de ese calibre te puede acabar quebrando la autoestima, especialmente si tienes un susto.
Iba a 120 en una de esas rectas eternas cuando de repente sentí un fuerte tirón hacia atrás. Llovía y había puesto la capota de la lluvia cubriendo el equipaje con un pulpo por encima. Miré por el retrovisor y vi que dos de los ganchos se habían arrancado de cuajo y rodaban por el asfalto. Paré pensando que se me había caído algo y cuando me bajé contemplé con terror que el viento había ido sacando la capota del pulpo y estaba enrollada por completo en la cadena, como una serpiente estrangulando a su presa. Se me heló la sangre al darme cuenta de que me acaba de salvar de un peligroso accidente. Creo que lo normal habría sido que al bloquearse la cadena derrapara la rueda y fuera al suelo de inmediato, pero por alguna razón no sucedió y pude parar antes. ¿Tenemos ángeles de la guarda? ¿Hay seres invisibles que nos ayudan? ¿O es simplemente suerte? No sé, pero me quedé tiritando de miedo, en medio de la nada, mientras a duras penas cortaba con la navaja la capota enrollada en la cadena, en las coronas, en el disco de freno trasero y en todos lados.
Continué adelante, porque no podía hacer otra cosa sino seguir, con la mente haciéndome la Yihad y el viento sin dar tregua. Una hora más tarde, me paré de nuevo para comprobar que no se me hubieran quedado cachitos de tela escondidos y acabara teniendo el accidente que no tuve. Estaba quitando pegotes de grasa cuando, de repente, se paró un pequeño coche rojo en la vereda. Bajó la ventanilla y una mujer regordita me preguntó:
–Hola, ¿necesitas ayuda?
–No, estoy bien, gracias.
–¿Seguro? No tienes cara de estar bien.
Supongo que ella me veía como ese niño asustado que se acaba de dar cuenta del lío en el que se ha metido él solito. Comenzamos a hablar, le conté lo sucedido y me tranquilizó. Me dijo que condujera delante suya y si pasaba algo ella me ayudaría. El camino me acababa de dar justo lo que necesitaba: apoyo moral. Al rato, se paró, me invitó a merendar dentro de su coche y, tras charlar un poco, me ofreció alojarme en su casa de Río Grande.
Miriam era alegre, reía estruendosamente y gastaba bromas cada dos por tres:
–Oye, ¿y a qué te dedicas? –le pregunté con inocencia.
–Soy prostituta –respondió seriamente, para descojonarse tras ver mi rostro de situación y añadir yo un absurdo “ah, qué bueno”.
A la media hora tuvimos que parar a utilizar mis dos bidones de emergencia porque me quedé sin gasolina. Ya de noche, cruzamos de nuevo la frontera chileno-argentina con la sensación de estar conduciendo por otro planeta. Tras tres horas, por fin llegamos a su casa, ubicada en una barriada gitana de Río Grande. Al abrir la puerta, un fuerte olor a mierda y meado de perro invadió mi pituitaria. Los perritos llevaban diez días allí encerrados y la persona que se suponía que iría a cuidarlos no lo hizo. Ella volvía de Chile de visitar a sus tres hijos y, de paso, a comprar todo lo que podía para revenderlo y así sacar unos pesos. Me armó una cama en el salón y mientras cocinaba me contó su trágica historia. Su ex-marido era camionero y no solo la maltrató durante años sino que también abusó de sus hijos.
–Tuve que tirar los tabiques de la habitación porque aquí pasaron demasiadas cosas y sentía que sino echaba las paredes abajo estarían aquí para siempre –me contaba mientras calentaba la casa con el fuego del horno.
A mí no me cabía en la cabeza cómo era posible que alguien a quien le tocó vivir un infierno de esa magnitud fuera tan dicharachera y tuviera una sonrisa tan bien remachada en la boca.
–Durante mucho tiempo me quise morir, Agustín, pero al final me reconcilié con Dios y le pedí fuerza para sacar a mis hijos adelante.
Entonces me di cuenta de la luchadora que tenía enfrente mía, esa clase de guerrera que pelea contra viento y marea sabiendo que hace lo que tiene que hacer, que claudicar no es una opción y que, pase lo que pase, hay que seguir y seguir. Después, para suavizar la tensión de la conversación, comenzó a enseñarme fotos de sus “novios virtuales” de Meetic y Badoo y los selfies poniendo morritos que le mandaba a un cubano cachas de mi edad. Pasamos del drama a llorar de risa. Miriam era auténtica. Puso una telenovela que, curiosamente, se llamaba “Perdona nuestros pecados” y con el viento silbándome nanas a través de los agujeros de las ventanas, dormí como un lirón hasta la mañana siguiente.
Me desperté analizando lo que había tenido que ocurrir para que esta situación se diera y sintiéndome afortunado de que el destino me hiciera conocer una historia así, como si fuera una lección de humildad para cuando mis neuronas se amotinan y me atormento sin necesidad por no poder controlar que todo sea perfecto. Y es que quizás saber apreciar la imperfección que nos rodea sea una de las grandes enseñanzas de la vida.
Me despedí de Miriam y emprendí el último tramo con el viento igual de majadero que los días anteriores. Una y otra vez, me decía para adentro “joder, como los últimos kilómetros sean tan feos como los últimos 3.000, voy a ir a hablar con el alcalde del pueblo para que desmitifiquen todo esto”. Pero de repente comencé a encontrarme con bosques petrificados a los lados que evocaban un aura apocalíptico y, más adelante, resurgió el verde con fuerza hasta acabar adentrándome en un paraíso terrenal.
La hora previa al destino final fue realmente hermosa. Las montañas salvajes se erguían a los lados dejando asomar ocasionalmente algún lago escondido mientras Supernova y yo avanzábamos como si fuéramos un solo ente. Más allá de sus apagones ocasionales, se había portado muy bien durante el camino y ahora me tumbaba con ella suavemente en cada curva, aceleraba con firmeza al salir de ellas y notaba cómo la experiencia acumulada del primer mes conviviendo juntos comenzaba a dar sus frutos.
De repente, en los últimos minutos, estaba tan emocionado que me di cuenta de lo que significaba llegar a Ushuaia en moto, lo que me había costado y lo que Supernova, yo y mis huevos estábamos a punto de conseguir. Ahora entiendo por qué para muchos moteros llegar a Ushuaia es un sueño, y aunque para algunos significa el fin del viaje, para mí no ha sido más que el principio.
5 Comments
Sandra Millaqueo
Es la historia mas bella que he leido . Me siento plenamente identificada y sabiendo que hay miles de forma en que la vida te hace entender y valorar lo debil que somos pero a la vez afortunados pq podemos soportar duras mochilas de ignorancia hasta que se nos abren los ojos . Vivir un dia nuevo es una bendicion. Tener comida, ropa y una moto ya es mucho y entender que somos los atquitectos de nuestra propia alegria y de nuestro propio destino es lo que nos hace vencedores y guerreros. Vive rie y sueña por siempre.
Crazy freedom Chile
Juampaa
Pude vivir momento a momento con vos tío! Que terrible experiencia y que bueno tener esa capacidad de expresar no solo lo que pensas sino las sensaciones y experiencias vividas. Tienes un don en eso sin duda. Y sin duda que seguiré tu viaje. No puede ser que estando en mi tierra tanto tiempo solo nos hayamos visto en Roma. Por acá con mi amigo Juan seguimos tus pasos y esperamos que nos avises cuando estés cerca de Buenos Aires así nos tomamos una buena birra y charlamos un rato bro. Un abrazo grande y éxitos éxitos!
Leti
“Simplemente no tenía que obsesionarme y disfrutar el presente con lo que tengo ahora, que más adelante el futuro dispondrá”
Ese es el espíritu!!!
No tener lo artificial deseado no impide que te encantes con lo natural. Vivir la experiencia ya hace con todo valga la pena. Lindo texto, maravillosas reflexiones. Estoy segura que siempre te tocará gente buena y dispuesta a ayudar!!! Saludos!
Daniel Cortés Espadiña
Impresionante Agustín, hace falta una gran fortaleza moral para meterse en esos berejenales, vas a salir curtido de estas experiencias que compartes con nosotros. Suerte !! no olvides que te seguimos de cerca, un abrazo.
Fernando Gastiarena
Hola Agustín, junto con mi esposa en año pasado en enero, viajamos de la ciudad de La Plata (capital de la Provincia de Buenos Aires) hasta Ushuaia, leer tu relato nos hizo recordar lo vivido, nosotros fuimos por la ruta 3 y volvimos por la 40, si bien la ruta 3 es toda de asfalto, tiene rectas interminables donde no ves mas que pastos secos y guanacos (ten cuidado con los guanacos, cuando veas una manada pasa despacio y atento, ya que son muy ágiles, saltan las alambradas como si no estuvieran y se te pueden cruzar en la ruta) el viento es casi un compañero obligado por esta parte de nuestro bello país, lo bueno que tiene viajar en moto, es que la ruta tarde o temprano provee, así que a seguir con fe y esperanza, que lo mejor siempre esta por venir, abrazos y buenas rutas, Sonia y Fernando