“Cuando emprendas tu viaje a Ítaca, pide que el camino sea largo, lleno de aventuras, lleno de experiencias”, recomendaba Kavafis en su mítico y mitológico poema. Pues bien, yo no sé si voy a Ítaca o a la Conchinchina, pero aventuras y experiencias no me están faltando.
Hace dos semanas, en el Perú profundo, en una ruta de tierra bien bacheada se me rompió el radiador de Súper-Supernova a 4.500 metros, 5 grados de temperatura, sin señal de teléfono y a tres horas del pueblo más cercano. Para colmo, aparecieron dos perros con ganas de morderme e, intentando ahuyentarlos, me tropecé con el casco, rompiendo el parasol rodando cuesta abajo. No tengo problema en reconocer que me acojoné un poco porque, de no conseguir ayuda de alguien que pasara por allí, me tocaría hacer noche a menos 15 grados hasta que el buen samaritano apareciera al día siguiente. Pero le puse buena onda vibrando positivo y, tras un coche que pasó de largo y otro que no tenía sitio, el auxilio vino finalmente de la mano de tres amables señores peruanos que me dedicaron prácticamente todo el día para rescatarme y remolcarme hasta Caylloma, un pueblo minero de apenas 200 habitantes.
Me agobié un poquito, sí, pero pude ver que no era sino otro pequeño examen del camino para echarle un par y tirar palante. Y es que la vida nos pone a prueba: a diario, sin descanso, todo el tiempo. No solo en los grandes dramas sino también en el cotidiano, pues en las sutilezas del día a día está el verdadero trabajo.
En Caylloma no había soldadura de aluminio pero sí gente muy apañada y lo más importante: con ganas de solucionarme la vida. Una vez encontramos la fisura en la cara interna del radiador, lo soldaron en frío con un viscoso pegote de una sustancia todopoderosa llamada Soldimix, a la cual le añadieron hebras de trapo viejo para que agarrara más. Exhausto y con la cabeza dando vueltas por la altura, me fui a dormir arropado por la incógnita de si aquel parche realmente funcionaría o me volvería a dejar tirado en medio de la nada. Desconozco si fue la magia del Soldimix, la hechicería del trapo viejo o la helada de menos quince grados que solidificó la unión de ambos por los tiempos de los tiempos AMÉN… pero después de estar dos horas rellenando el radiador con líquido refrigerante codo a codo junto a los mecánicos del taller (que no habían visto, tocado ni mucho menos desmontado una BMW en su vida) y Montxo González, gerente del concesionario Movilnorte de Madrid, al otro lado del teléfono dándonos las instrucciones a seguir, la moto alcanzó los 99 grados y la temperatura se mantuvo constante sin problemas. “¡De puta madre!”, espetamos eufóricos mientras el electro-ventilador entonaba el zumbido de la victoria: LA FUGA HABÍA SIDO SELLADA CON ÉXITO.
Supongo que es en las experiencias y recuerdos, en el inconmensurable gozo de vivir en el sentido más pleno de la palabra, donde puede descubrirse el significado auténtico de la existencia. O tal vez no. Sea como sea, ya lo decía Kavafis al final de su mítico y mitológico poema: Ítaca (Perú o la Conchinchina) me brindó tan hermoso viaje, pues sin ella no habría emprendido el camino. Y ahora, un poco menos ignorante que cuando me eché a él, voy comenzando a entender, de a poquito, qué significan las Ítacas.