Hay algo mágico en los páramos solitarios alejados de la civilización y sus atrezos, humos y ruidos, construcciones y pavimentos. En lugares como Islandia, la naturaleza se mantiene tal y como siempre fue: abrupta, sincera y sin maquillajes. Y eso la hace inmensamente bella.
Islandia es mucho más que un cacho de hielo grande.
Es un paraíso natural a través del cual puedes recorrer miles de kilómetros sin dejar de babear en uno solo; es un espectáculo constante en el que marrones, verdes, blancos y azules te ofrecen a cada paso nuevas tramas cromáticas sin aburrirte nunca de la obra.
Viendo el paisaje por la ventanilla no cesaba de imaginar cómo sería perderse, vagabundear un tiempo entre la estepa, los montes y alguna que otra cueva para luego volver más completo, más vivido. “El montaraz del hielo”, imaginaba mientras el vaho de mi respiración empañaba el cristal. No sé, quizás debería escribir una novela.
Islandia es, además, uno de los puntos del planeta donde a las auroras boreales les gusta asomarse alguna que otra noche para bailar, si se animan, hasta bien entrada la madrugada.
Es difícil describir la sensación de ver la aurora valsando consigo misma. La primera vez viví la experiencia a través de la cámara por pura deformación profesional; en cambio, la segunda decidí regalársela a mi retina, así que me separé del grupo buscando un lugar en aquel descampado donde tumbarme y estar tranquilo.
Cerré los ojos, hendí los dedos en la tierra y comencé a respirar. Al levantar los párpados vi que ante mí se hallaba un manto verde formado por una especie de riachuelos que parecían llevar su caudal a otros cielos, como si toda esa energía estuviera transitando como transitan el agua, el viento o las personas.
Me dejé llevar por el efecto hipnotizador de la aurora hasta tal punto que experimenté la mayor conexión con la naturaleza que he vivido nunca. Sentí mil escalofríos recorriendo todo mi cuerpo de arriba a abajo mientras corazón y respiración se aceleraban y los ojos se me llenaban de lágrimas al ser consciente de la belleza del momento.
Tú que me lees, si alguna vez lo has sentido, sabrás de lo que hablo.
Por otro lado, los islandeses me producían mucha curiosidad. Un país aislado que no llega al medio millón de habitantes, y, aún así, extremadamente desarrollado y civilizado. Me pareció que los lugareños portan la calma de quien sabe que las cosas salen mejor si van a su propio ritmo. Dependiendo del día y hora, podías encontrarte un Reikiavik nocturno animado o una ciudad fantasma por la mañana. Fuera de la capital, encontrarse humanos era casi excepcional.
En definitiva, Islandia es una joya de la Madre Tierra y ojalá llegue el día en el que pueda permitirme recorrer la isla en moto con unos buenos guantes y una bufanda muy calentita.
Ah, por cierto: estrellé un avión, y fue divertido.