Apostado en la puerta de la iglesia, miraba a los recién casados con los ojos de quien mira en su pasado, como recordando el día en el que el arroz, los vítores y las enhorabuenas fueron para él y la mujer con la que compartiría el resto de su vida.
O a lo mejor simplemente pasaba por allí…
Cuando me encuentro con gente mayor, suelo preguntarme cómo me perciben, cuán predeterminados están por sus tiempos y experiencias, si les aburre la vida o la gozan más que nunca, quiénes se les fueron y qué sienten detrás de cada arruga.
Después, juego a imaginar cómo será mi vejez: si andaré cuidando a mis nietos, escribiendo memorias, fagocitando documentales de La 2 mientras acaricio un gato o si por el contrario continuaré con las aventuras hasta que el cuerpo aguante.
La última Nochebuena que estuve en Llerena la fiesta se alargó y acabé por la mañana con un par de amigos en la puerta de La Casineta -el bar de la plaza- esperando a que abrieran para desayunar. No me imaginé que sería el mejor momento de la noche.
Apostados a lo largo de la barra, fueron entrando siete yayos en disciplinada procesión. No hablaban mucho, quizás porque ya todo estuviera dicho y, sin preguntar al camarero, se les fue sirviendo una copita de vino para empezar bien el día, incluido al que venía con mascarilla y bombona de oxígeno.
Aquello era un cuadro de la España profunda.
Durante la hora y pico que estuvimos, repartían magnánimamente calculados sorbos con la mirada perdida en el vacío, sentados en esos taburetes de tasca antigua, con las manos cruzadas o estirando y arrugando el papel de algún viejo caramelo.
Daba igual que fuera el día de Navidad: ante nosotros se estaba dando la maravillosa escena de los ancianos de pueblo que se dedican “a verla pasar”. Mientras tanto, no podía parar de pensar que ojalá hubiese tenido la cámara a mano, tanto que incluso estuve tentado de acercarme a casa a por ella y volver. Mi teoría era poner el percutor en modo silencioso para que no se diesen cuenta de que les estaba fotografiando. Un bastonazo en la cabeza habría sido la señal de que sus cataratas no estaban tan avanzadas como sospechaba.
Ante mis ojos, aquella estampa era como un ritual de masonería en el que cada uno de los miembros manejaba códigos de conducta que solo los demás podían reconocer y donde la membresía solo puede conseguirse a base de la ingesta diaria de vinos caseros y licor de bellota.
Entonces, comencé a preguntarme cuántas generaciones han ido heredando la tradición no solo en Llerena sino también en los pueblos de Extremadura, de España y del mundo. Al día siguiente, cuando le conté a mi madre la experiencia, me dijo que mi abuelo Valentín, en su momento, también fue uno de ellos.