Aterricé en Antananarivo exhausto después de 25 horas de vuelos combinados con una fuerte sensación de hormigueo en el estómago, claro preludio de aventura. Al bajar del avión, un fresco olor a tormenta recién descargada invadió mis fosas nasales, cerré los ojos y me susurré "estás en Madagascar, has llegado".
¿Por qué Madagascar? Porque es isla. ¿Por qué isla? Porque a las islas es más difícil ir en moto (y ya tenía en mente el proyecto Soy Tribu). ¿En qué mes? Diciembre. ¿Por alguna razón? Porque los vuelos son más baratos. ¿Y eso? Porque, pobre ignorante, no sabía que era época de monzón y que con tanta lluvia no va casi nadie. Olé yo.
Cuando la compañía es buena y la energía converge el camino se vuelve inmensamente bello.
Así de sencillo, así de complejo. Sencillo porque cuando sucede es lo más natural del mundo; complejo porque no siempre se dan las circunstancias espacio-tiempo-personales. Eso sí, cuando los astros se alinean es una gozada.
Hay algo mágico en los páramos solitarios alejados de la civilización y sus atrezos, humos y ruidos, construcciones y pavimentos. En lugares como Islandia, la naturaleza se mantiene tal y como siempre fue: abrupta, sincera y sin maquillajes. Y eso la hace inmensamente bella.
Islandia es mucho más que un cacho de hielo grande.
Es…
"In India everything is possible, my friend"Aseguraban los indios con la convicción del que habla porque sabe, escondiendo media sonrisa entre la boca y los ojos, con el tipo de mirada que encierra la experiencia vivida en carne. Podría relatar paso a paso mi viaje: detallar la belleza de lo entrópico, la magia de los trenes por la noche, el olor a barbacoa humana de Benarés, la mirada penetrante de los sin casta, cuánto corrí en un par de ocasiones por llegar a un baño a tiempo, la vez que acabé en una película de Bangalore o cómo salté por inercia de Goa a Nepal para acabar ingresado en Nochebuena en un hospital de mala muerte tras subir sin guía a más de 5.000 metros en el Annapurna. Pero me da pereza.
Volar. Qué bella sensación.
Volar. Sin importar quién seas, cuánto tengas, si eres valiente o cobarde: todos caemos igual.
Volar. A menudo solo en nuestros sueños, pataleando como niños.
Volar. Sonriendo, gritando, rasgando nubes, atravesando vahos.
Volar. Tu cuerpo cayendo; la gravedad manifestándose.
Volar. Dejando atrás lo pesado. Y aterrizar ligero, mucho más ligero.
Las prisas, el metro abarrotado, las luces de un futuro digital ya incrustado en el presente, jovenzuelas con gadgets esperpénticos y el borracho trajeado que deambula gritando sin sentidos después de 15 días seguidos trabajando.
Japón es puro contraste. Tan tradicionales en algunas cosas y tan modernos en otras, como si el mismísimo emperador hubiera dictado qué sí, qué no y de qué manera. Por ello, una de las cosas que más me llamó la atención fue la relación de los nipones con la fantasía.Y a la vuelta, muchos preguntan: ¿cómo es Japón?