Volar. Qué bella sensación.
Volar. Sin importar quién seas, cuánto tengas, si eres valiente o cobarde: todos caemos igual.
Volar. A menudo solo en nuestros sueños, pataleando como niños.
Volar. Sonriendo, gritando, rasgando nubes, atravesando vahos.
Volar. Tu cuerpo cayendo; la gravedad manifestándose.
Volar. Dejando atrás lo pesado. Y aterrizar ligero, mucho más ligero.
¿Quién no ha soñado alguna vez con volar?
Tirarse de un avión en marcha quizás no sea la forma más ortodoxa de considerar un vuelo como tal, pero seguro que algo se le acerca. Salté en el verano de 2015, tras un mal año, en SkyDive Long Island (Nueva York) y todavía hoy, cuando lo recuerdo, se me acelera el corazón.
Estaba pasando unos días de relax en la casa de los abuelos de Melody -mi alma gemela- en Quoge, un pueblo tranquilo con una vida tranquila, donde el tiempo avanza a otro ritmo y las cosas sencillas reblandecen el espíritu.
Venía de trabajar unas semanas como monitor en un curso intensivo de banca de inversión y economía, llevando a estudiantes españoles a visitar los principales bancos, consultoras y empresas de Wall Street. ¿En qué momento acepté ese trabajo? No lo sé. ¿Por qué me escogieron a mí? Eso sí que nunca lo sabré.
Aún recuerdo las caras de los ponentes al ir a saludarlos. Probablemente pensaban que yo era un estudiante más; bueno, uno más no, sino uno más bien rarito. Pero lo que seguro no podían imaginarse es que alguien con un anillo negro, un piercing en el trago, barbita poco cuidada y coleta fuera el representante de la Universidad Pontificia Comillas para ese curso. Era divertido.
Entre ese trabajo, el máster del ICEX y una relación devastadora, ese año perdí la fe en la humanidad, en mí mismo y en el sentido de las cosas. No quería creer que el mundo funcionara como funciona, que la calidad de las personas estuviera tan determinada por sus propios intereses y, mucho menos, que yo pudiera hacer poco o nada para cambiarlo. Sobre esto último prefiero pensar ahora lo contrario.
Así que pensé: ¿qué mejor momento para lanzarse al vacío? Total, si me estampo por lo menos será en una actividad de aventura. Porque precisamente aventura es de lo que carecía mi presente, y las perspectivas de futuro -becario en una Oficina de Comercio Exterior- tampoco eran demasiado emocionantes. Y salté. Miento. Me fui escurriendo hasta que el profesor puso mi culo en la puerta abierta de la avioneta y ya no hubo marcha atrás.
La sensación de los diez primeros segundos es de que vas a morir.
Sin vuelta de hoja. Tú pesas > no flotas > te acabas de tirar > ergo mueres. Luego el cerebro toma un atajo mental y te dice “disfruta, cabrón” y, gritando como un loco, comencé a gozarlo. Les había dicho que era editor de vídeo y que hicieran todo tipo de piruetas, loopings, vueltas y lo que se les ocurriera. Sobra decir que yo ya lo estaba flipando de por sí, por lo que cuando empezaron el circo acróbata me dije “ay mamita, en qué momento les habré dicho ná”.
Cuando activó el paracaídas, sentí como si un latigazo me mandara al carajo. Entonces me di cuenta de que estaba muy, muy mareado. Poco a poco, fuimos bajando y aterrizamos sin problemas. Estaba orgulloso: había volado.